10 de enero de 2012

La maldita provincianidad, si la palabra existiera.

Por Ecaos

¿Quién no ha tenido un amor de esos que son de rompe y rasga? De aquellos de “si te vas me mato, pero si te quedas me muero”. Ya saben, cuando el aire se enrarece en la ausencia, pero se vuelve tóxico en la presencia. Pues yo tengo uno.

Sí, uno intenso, violento, apasionado, sadomasoquista, casi, casi lo que viene siendo “guácala que rico”. Sufro una enferma fascinación por ir al cine. Pues sí, y se preguntarán, ¿dónde está lo retorcido de ir al cine? Claro, ese no es el problema. De hecho, es una bonita costumbre y mantengo lo dicho, aunque se tratara de ir a ver una película de Keanu Reeves. Y miren que al decir esto mi alma se torna contrita y mi espíritu desvanece. El problema es a dónde voy al cine.

Sí, soy uno de esos que no les encanta desplazarse mucho. Es decir, si tengo que desplazarme dos horas para ver una película, por buena que sea, pues no doy para tanto. En serio, no. Y con ese afán o abulia, según corresponda, pues voy y me meto en los complejos de Cinépolis que están cerca de mi casita. ¡Maldita mala idea!

Vivo en el norte de la ciudad o lo que los chilangos llaman Cuautitlán –porque después del Toreo, todo es Cuautitlán, pero el Izcalli, que no es mejor, pero tampoco igual. Y aquí en mi pueblo, que vendría a ser la primer provincia y no exactamente los Hamptons, los cines son algo extraño.

Los complejos de cine han brotado como verdaderos champiñones. Después de que por años no construyeron nada, de pronto les entró un escozor adolescente y, al paso de los centros comerciales, se construyeron hartas salas de cine. Es decir, sentí que me acercaba al paraíso.¡ Ja! ¡Iluso! No consideré que estaba pensando como primermundista y me regresaron al tercero de golpe y porrazo.

Los complejos de cine de mi rumbo son más pueblerinos que María Candelaria, pero con la misma ceja levantada de la Doña. Son burgueses, pero de multifamiliar. ¡Puaj!

Y entonces en un radio no mayor a diez kilómetros hay cerca de 80 salas de cine, razón por la que aquí cabría una expresión de júbilo como: ¡Hurra! ¡Bravo! Pues ¡¡¡NO!!!! Ni hurra ni bravo. ¡¡¡No es verdad!!! ¡¡¡Tenemos como ochenta salas de cine y como seis películas cada semana!!!

Así es, en mi pueblo sólo se estrena lo más comercial de lo comercial –anuncio al margen, si usted quiere ver alguna de las películas del momento puede visitarnos, la encontrará, literalmente, en todas las salas. Los flamantes programadores de los cines, que seguramente tienen una amplísima investigación al respecto, han decidido que eso es lo que nos gusta a TODOS, y todavía nos gusta más si están dobladas al español. ¡¡¡Uy!!! ¡¡¡Nos chiflan!!!!! En su opinión. O bien las películas del tipo B-Movies –malas, pero terribles, diga lo que diga Tarantino- que no están para estrenarse más que por estos espacios y por convenios que han de tener.

Y si a todo esto le sumamos lo que sucede en los complejos de Cinépolis, pues ya valió. Cinépolis es una empresa Michoacana que presume de calidad mundial. El asunto es que no han entendido que para ser no basta con decirlo, también hay que parecer. Y creen que es suficiente con tener una enorme presencia en el país –y algunos otros países. No importa el servicio si son un chorro. Malo pero harto. Como comida de fonda.

Entrar a cualquiera de estos extraños lugares te transporta sin escalas en un capítulo de la dimensión desconocida –con todo y musiquita “Turururu…turururu…”. Y te pueden pasar las cosas más raras que hayas llegado a vivir. Entonces, entre funciones que cambian misteriosamente de horario hasta el acoso de los de la playera naranja –que todavía no tengo claro si son muchos o uno solo con el don de la ubicuidad como Mr. Smith de Matrix, puedes pasar el momento más amargo de una tarde de sábado.

Digo, una vez uno de estos fulanos me detuvo para preguntarme a dónde iba, porque iba caminando muy rápido: —“¡Pues a ver la película gaznate! ¿A dónde quieres que vaya? Y, ¿dónde están los letreros con el límite de velocidad?. Granúpilo Orate. Ahora que si quieres platicar diles que detengan un poquis la película porque parece que me voy a tardar ¡¡¡Inútil!!!”

Y mira que sí te puedes tardar, pues primero hay que comprar boletos y no es una situación sencilla. Porque no basta con que tengan el síndrome HSBC, es decir cinco taquillas pero solo usamos una porque queremos,  sino que tampoco me queda claro si los adolescentes que las ocupan las saben usar, pero poco les han de pagar, al fin y al cabo es su primer empleo, entonces ni para qué capacitarlos si de todas maneras se les van a ir.

Y de comprar un café creo que mejor ni hablamos. Si no está la zona vacía como paisaje lunar, está llena de jóvenes que asumen que le estás hablando a cualquiera menos a ellos. Además que hacer una crepa es una labor dificilísima como para que vengas a molestar con que también quieres café y si ya lo quisiste aclárales que quieres una tapa porque ni que el vaso y ella hubieran nacido juntos.

Luego encamínate a la entrada de las salas y entrégale a la señorita tu boleto. Acto seguido tendrás la siguiente “conversación”:

-Buenos días. Bienvenido a la experiencia Cinépolis. No puede pasar con su mochila. Disfrute su función.

- No señorita, no voy a dejar mi mochila.

-Buenos días. Bienvenido a la experiencia Cinépolis. No puede pasar con su mochila. Disfrute su función.

- No, no la voy a dejar, llame a quien me pueda autorizar pasar con ella.

-Buenos días. Bienvenido a la experiencia Cinépolis. No puede pasar con su mochila. Disfrute su función.

- Le repito, no la voy a dejar…

-Buenos días. Bienvenido a la experiencia Cinépolis. No puede pasar con su mochila. Disfrute su función.

Y entonces se acercará Smith y cuatro personas más a explicarte que no puedes pasar con tu mochila. ¿La razón? Porque eres hombre y las de hombre no son bolsas, son mochilas. Las señoras pueden pasar con sendos bolsones en los que cabría una persona cómodamente sentada. Además ellas no compran cosas fuera del cine, ni los quieren piratear. ¡Ja! En lo que se ponen de acuerdo tu película ya empezó, de todas maneras vas a pasar y los vas a odiar de por vida.

Ya de lo que pasará a media película ni hablamos. Entre que se les prenden las luces a media función, el teloncito “de a mentis” sube y baja a placer, a los proyectistas les da por ver el americano- y si no es a todo volumen no se siente lo mismo- y Smith tiene que pasar hablando por su radio para que vean que está haciendo su chamba, la experiencia Cinépolis es francamente inolvidable, no por las razones correctas, pero eso es lo de menos. Ah, y como eres “el invitado especial” no te atrevas a quejarte, porque ¿qué clase de naco se quejaría de algo siendo “el invitado especial”? No, no, no. Carreño se revolcaría en su tumba.

Entonces es cuando te preguntas si no valdría más la pena hacerle al Morgan y soplarte todas la películas en pirata: Digo, al señor del tianguis no le molesta tu mochila, te hace recomendaciones, te da 4 por cincuenta y te las cambia por cinco varos. Pero no, no lo vale. La experiencia de estar en una sala de cine es inigualable por mala que sea la película, por insufrible que sea la gente de Cinépolis y por chafa que sepa su café y pastosas que estén sus palomitas –las mejores desde hace 40 años, ¡Puaj!, seguro en esa época las hicieron todas. Pero tampoco implica que me tenga que quedar callado. ¡¡¡Lo que hay que ver!!!