10 de enero de 2012

La maldita provincianidad, si la palabra existiera.

Por Ecaos

¿Quién no ha tenido un amor de esos que son de rompe y rasga? De aquellos de “si te vas me mato, pero si te quedas me muero”. Ya saben, cuando el aire se enrarece en la ausencia, pero se vuelve tóxico en la presencia. Pues yo tengo uno.

Sí, uno intenso, violento, apasionado, sadomasoquista, casi, casi lo que viene siendo “guácala que rico”. Sufro una enferma fascinación por ir al cine. Pues sí, y se preguntarán, ¿dónde está lo retorcido de ir al cine? Claro, ese no es el problema. De hecho, es una bonita costumbre y mantengo lo dicho, aunque se tratara de ir a ver una película de Keanu Reeves. Y miren que al decir esto mi alma se torna contrita y mi espíritu desvanece. El problema es a dónde voy al cine.

Sí, soy uno de esos que no les encanta desplazarse mucho. Es decir, si tengo que desplazarme dos horas para ver una película, por buena que sea, pues no doy para tanto. En serio, no. Y con ese afán o abulia, según corresponda, pues voy y me meto en los complejos de Cinépolis que están cerca de mi casita. ¡Maldita mala idea!